Vinieron a conectar el mundo, hacerlo más pequeño, pero han acabado por introducir en nuestras vidas una obsesión permanente: consultarlas constantemente. Las redes sociales también tienen su lado negativo. Explotan la faceta más cotilla y fisgón de las personas que, refugiadas en la distancia que favorece el anonimato, pueden ir saltando en segundos a los diferentes perfiles que componen su comunidad. Una acción que esconde, sin embargo, un problema: esa obsesión provoca en los usuarios con carencias afectivas una frustración.
Con poco significado ulterior, la gran recompensa de las plataformas digitales se encuentra en la fría conexión con otras personas, más o menos conocidas, sin más miramientos que el hecho de comportarse como una ventana hacia lo desconocido. Porque tenemos que asumirlo; en estos servicios se miente. Y mucho. ¿Quién no ha subido una foto de un lugar paradisiaco cuando estaba tranquilo en su casa? ¿Quién no ha resaltado su felicidad cuando, sin embargo, no la sentía como tal? ¿Quién no revisa los perfiles de sus amigos o exparejas para ver si tienen unas vidas más divertidas?
Un interesante artículo de «The Guardian» aduce a esas «vidas perfectas» que intentan comunicar muchos usuarios de redes sociales. Y pone un ejemplo, Instagram, la mayor red de fotografía que está en estos momentos canibalizando el crecimiento del que antes gozaba Facebook, su empresa matriz. La plataforma, que cuenta con más de 800 millones de usuarios, se ha convertido en la travesía de los usuarios hastiados de la red social de Mark Zuckerberg. …