El mundo ha cambiado en los últimos diez años. La tecnología y, sobre todo, el crecimiento y popularización de los servicios de internet, ha modificado los hábitos de los consumidores. Los ciudadanos se han convertido en usuarios. En «hablantes» que alimentan los muros virtuales de las grandes plataformas sociales. De ellas, Twitter, la mayor red de micromensajes, sobresalió como una gota en medio de un mar de conexiones. Aspiraba a mejorar la democracia, a implantar una bidireccionalidad entre marcas o famosos con sus audiencias específicas. En definitiva, a crear conversación. Pero la descabalgada de los usuarios más provocadores, los llamados «trolls», y el crecimiento de la desinformación amenaza con llevarse por delante sus aportaciones al relato del mundo.
La «tuitdemocracia» ha dejado de existir y se teme que se haya implantado una «tiranía» a golpe de «tuit». Intelectuales y personalidades famosas no han aguantado el acoso y derribo al que se han visto sometidos y han decidido abandonar la plataforma, que acumula más de 335 millones de usuarios a nivel global. Ejemplos, muchos: a nivel internacional han abandonado el barco la actriz Megan Fox (allá por 2013) o su compañera Millie Bobby Brown (ella tan solo hace unos meses después de convertirse en un «meme» homófobo).
En nuestro país, la sangría ha sido notable. Los escritores Lorenzo Silva y Eric Frattini; el columnista David Gistau; el exministro y presentador Maxim Huerta; la «influencer» Dulceida y, después, su amigo, el director Javier Ambrossi, en represalia por los ataques hacia la …