Michael Spindler en 1996 estaba jugando sus últimos ases para intentar salvar a Apple del abismo financiero. Como CEO de la época, su liderazgo era una continuidad de las mismas decisiones erráticas que habían caracterizado a John Sculley. La sensación de que todo estaba perdido era palpable, y por eso decidió probar casi cualquier idea para evitar la quiebra. Una de estas apuestas era expandir el alcance de Apple más allá de los ordenadores. Al fin y al cabo, la empresa tenía un aura distintiva que parecía ideal para explorar otros mercados.

Entre sus propuestas más curiosas, una destacó: asociarse con el sector automotriz. En una década donde la tecnología y la cultura pop comenzaban a converger, Spindler visualizó el logo de Apple en algo tan cotidiano como un coche. Las negociaciones iniciales con diferentes fabricantes no prosperaron —era una época en la que Apple era más conocida por sus fracasos que por sus éxitos. Sin embargo, Renault se interesó en la propuesta, pero no en su línea de lujo. Eligieron el Clio, un modelo urbano que representaba juventud y dinamismo.

El objetivo estaba claro: atraer a una nueva generación que ya comenzaba a conectar la tecnología con su estilo de vida. Aunque la combinación de movilidad y tecnología aún no podía integrarse completamente en un producto único, el Clio con el logo de Apple simbolizaba un intento de unir estos mundos. Era una visión temprana de lo que, décadas más tarde, sería una realidad evidente en nuestras vidas.

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