El electroencefalograma (EEG) es una herramienta muy utilizada por los neurólogos para el diagnóstico de la epilepsia y otro tipo de procesos que alteran el funcionamiento normal del cerebro. Pero tiene el problema de que las señales eléctricas que recoge han de atravesar el cráneo, la piel, y el pelo (si es el caso) del paciente, lo que dificulta la tarea ya que interfieren con las corrientes a medir. Y normalmente no se meten electrodos en el cerebro para obtener mejores lecturas.
El primer EEG obtenido de un ser humano es de 1924, aunque su autor no se atrevió a publicar los resultados hasta 1929 porque no se creía muy bien lo que había obtenido. Pero tardaron poco en ser incorporados al arsenal de los neurólogos una vez que quedó claro que funcionaban y que en efecto recogían la actividad eléctrica del cerebro.
Allá por los años 60 del siglo XX el físico estadounidense David Cohen pensó que igual que medimos la actividad eléctrica del cerebro deberíamos ser capaces de medir los campos magnéticos que generan las corrientes eléctricas que recoge el electroencefalograma al moverse a lo largo de las dendritas –las «patas» de las neuronas–, pues cualquier corriente en movimiento genera un campo magnético.
Y en 1968 consiguió –a duras penas porque su detector apenas era lo suficientemente sensible– hacer las primeras mediciones de estos campos magnéticos. Con un segundo detector que en lugar de una bobina de cobre usaba un SQUID o Dispositivo superconductor de interferencia cuántica, mucho …