Hay días en los que parece que el universo conspira contra ti. El mío fue un sábado por la tarde, con un plan tan emocionante como salir a comprar leche. Sí, lo sé, un planazo. Lo que no sabía es que ese simple gesto de cerrar la puerta detrás de mí iba a convertirse en una lección de vida. Porque, claro, las llaves se quedaron dentro. Y yo, fuera.
Para añadirle un poco más de drama al asunto, estaba solo en casa ese fin de semana. Vivo a 300 kilómetros de Madrid, donde está mi familia, así que llamar a alguien cercano para que me salvara no era una opción. Por suerte, soy previsor (o eso quiero pensar) y había dejado una copia de las llaves a unos amigos. Pero, claro, ellos no vivían precisamente al lado. Así que ahí me tienes: subido en una bici de alquiler, recorriendo la ciudad para recoger una llave sin ni siquiera saber si iban a estar disponibles para dármela.
Al final, tuve suerte. Estaban en casa y pude recuperar mi llave sin mayores dramas. Pero mientras pedaleaba de vuelta a casa, no podía dejar de pensar: ¿y si no hubieran estado? ¿Y si hubiera tenido que llamar a un cerrajero? Porque ya sabemos cómo va eso: 200 euros... Y con todo el respeto al gremio, me prometí algo: esto se va a acabar.
Tecnología al rescate: adiós a las llaves físicas
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