Es complicado explicarlo. Mi primer ordenador llegó a casa cuando tenía diez años, y yo no entendía nada. Había oído hablar de aquellas máquinas pero no sabía nada de ellas: ni de lo que podían hacer, ni de lo que no. Tenía diez programas, repartidos en diez cintas de cassette. Sólo sabía conectar el monitor al teclado (que a su vez era el ordenador) y seguir las rudimentarias instrucciones. No existía Internet, nadie sabía nada de informática. Allí estaba yo con aquello.
Repasé los diez programas, uno detrás de otro. Algunos me parecieron divertidos, otros no los entendía, pero todos llamaron mi atención sobre algo. Cuantas posibilidades - aquella máquina se convertía en una pirámide egipcia donde tenía que escapar de momias, un procesador de textos, una aventura espacial contra alienígenas o un submarino de la segunda guerra mundial. Me asombró la facilidad para transformar aquello en cualquier mundo, y en los próximos meses fui recorriéndome de arriba a abajo cada uno de los programas. La verdad es que empezaban a aburrirme y quería más. Pero era complicado encontrarlos porque en mi ciudad había una sola tienda de informática, y yo sólo tenía diez años.
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En aquellos embalajes venía un libro. Explicaba las bases rudimentarias del lenguaje de programación con el que se podían crear aquellos programas, y como quien descubre el manual de instrucciones del universo, …